Vivimos sumidos en la sociedad de la información y de los medios de masas, o más bien deberíamos decir «sometidos». La imagen lo invade todo, lo puede todo, lo es todo; y la arquitectura no escapa a este fenómeno. Los terminales mediáticos bombardean sin tregua las retinas de la sociedad con todo tipo de «casoplones», «supercasas» y » megaconstrucciones» convertidas en un objeto de consumo más, de embelesamiento; en un espectáculo vacío de expresión, incapaz de generar crítica, emoción y pensamiento.
Es un error concebir la arquitectura sólo a través de su imagen, y no estamos hablando de cuestiones formales, sino de quedarse en lo superficial, de no trascenceder más allá del espejismo, en una cada vez mayor promoción por el culto a las apariencias, el peor enemigo de la buena arquitectura, porque sin duda alguna, lo mejor de la arquitectura no se puede retratar.
Moneo habla de la arquitectura del decoro, de lo justo, de nada más. Mantiene que una casa ha de ser capaz de absorber la personalidad de quien la habita, sin imposiciones por parte de la arquitectura, respetando la libertad del individuo de apropiarse del espacio. Sabia enseñanza. La arquitectura debe ser capaz de generar libertad.
Es la libertad que disfruta Mr. Hulot frente a la dominación que sufre la familia Arpel, atrapada en su ultramoderna vivienda, (en la genial «Mon Oncle» (1958) de Jacques Tatí). Una crítica a ese afán burgués por una fatua modernidad basada en las falsas apariencias, la depedencia excesiva de las tecnologías y la falta de referencias culturales.